[ Pobierz całość w formacie PDF ]

que yo tenía
clavados en la mente; unos ojos de un color imposible; unos
ojos...
-¡Verdes! -exclamó Íñigo con un acento de profundo terror
e
incorporándose de un salto en su asiento.
Fernando le miró a su vez como asombrado de que concluyese
lo que iba
a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:
-¿La conoces?
-¡Oh no! -dijo el montero.- ¡Líbreme Dios de conocerla!
Pero mis
padres, al prohibirme llegar hasta esos lugares, me dijeron mil
veces que
el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas,
tiene los
ojos de ese color. Yo os conjuro, por lo que más améis en la
tierra, a no
volver a la fuente de los Álamos. Un día u otro os alcanzará su
venganza,
y expiaréis muriendo el delito de haber encenagado sus ondas.
-¡Por lo que más amo!... -murmuró el joven con una triste
sonrisa.
-Sí -prosiguió el anciano-; por vuestros padres, por
vuestros deudos,
por las lágrimas de la que el cielo destina para vuestra
esposa, por las
de un servidor que os ha visto nacer.
-¿Sabes tú lo que más amo en este mundo? ¿Sabes tú por qué
daría yo
el amor de mi padre, los besos de la que me dio la vida, y todo
el cariño
que puedan atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una
mirada, por
una sola mirada de esos ojos... ¡Cómo podré yo dejar de
buscarlos!
Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la
lágrima que
temblaba en los párpados de Íñigo se resbaló silenciosa por su
mejilla,
mientras exclamó con acento sombrío: -¡Cúmplase la voluntad del
cielo!
III
-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo
vengo un
día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae a estos
lugares, ni
a los servidores que conducen tu litera. Rompe una vez el
misterioso velo
en que te envuelves como en una noche, profunda. Yo te amo, y,
noble o
villana, seré tuyo, tuyo siempre.
El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras
bajaban a
grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de
la fuente,
y la niebla, elevándose poco a poco de la superficie del lago,
comenzaba a
envolver las rocas de su margen.
Sobre una de estas rocas, sobre una que parecía próxima a
desplomarse
en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba
temblando, el
primogénito de Almenar, de rodillas a los pies de su misteriosa
amante,
procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.
Ella era hermosa, hermosa y pálida, como una estatua de
alabastro.
Uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los
pliegues
del velo, como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el
cerco de
sus pestañas rubias brillaban sus pupilas, como dos esmeraldas
sujetas en
una joya de oro.
Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se
removieron como para
pronunciar algunas palabras; pero sólo exhalaron un suspiro, un
suspiro
débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa
al morir
entre los juncos.
-¡No me respondes! -exclamó Fernando, al ver burlada su
esperanza-;
¿querrás que dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh,
no!... Háblame;
yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si
eres una
mujer...
-O un demonio... ¿Y si lo fuese?
El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus
miembros;
sus pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las
de aquella
mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente casi,
exclamó en un
arrebató de amor:
-Si lo fueses... te amaría... te amaría, como te amo
ahora, como es
mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más
allá de
ella.
-Fernando -dijo la hermosa entonces con una voz semejante
a una
música-: yo te amo más aún que tú me amas; yo que desciendo
hasta un
mortal, siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las que
existen en
la tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior a los
demás
hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas; incorpórea como
ellas, fugaz
y transparente, hablo con sus rumores y ondulo con sus
pliegues. Yo no
castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes le premio
con mi
amor, como a un mortal superior a las supersticiones del vulgo,
como a un
amante capaz de comprender mi cariño extraño y misterioso.
Mientras ella hablaba así, el joven, absorto en la
contemplación de
su fantástica hermosura, atraído como por una fuente
desconocida, se
aproximaba más y más al borde de la roca. La mujer de los ojos
verdes
prosiguió así:
-¿Ves, ves el límpido fondo de ese lago, ves esas plantas
de largas y
verdes hojas que se agitan en su fondo?... Ellas nos darán un
lecho de
esmeraldas y corales... y yo... yo te daré una felicidad sin
nombre, esa
felicidad que has soñado en tus horas de delirio, y que no
puede ofrecerte
nadie... Ven, la niebla del lago flota sobre nuestras frentes
como un
pabellón de lino... las ondas nos llaman con sus voces
incomprensibles, el
viento empieza entre los álamos sus himnos de amor; ven...
ven...
La noche comenzaba a extender sus sombras, la luna rielaba
en la
superficie del lago, la niebla se arremolinaba al soplo del
aire, y los
ojos verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos
que corren
sobre el haz de las aguas infectas... Ven... ven... Estas
palabras
zumbaban en los oídos de Fernando como un conjuro. Ven... y la
mujer
misteriosa le llamaba al borde del abismo donde estaba
suspendida, y
parecía ofrecerle un beso... un beso...
Fernando dio un paso hacia ella... otro... y sintió unos
brazos
delgados y flexibles que se liaban a su cuello, y una sensación
fría en
sus labios ardorosos, un beso de nieve... y vaciló... y perdió
pie, y
calló al agua con un rumor sordo y lúgubre.
Las aguas saltaron en chispas de luz, y se cerraron sobre
su cuerpo,
y sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose
hasta expirar
en las orillas.
La ajorca de oro
I
Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el
vértigo;
hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que
soñamos en los
ángeles, que, sin embargo, es sobrenatural; hermosura
diabólica, que tal
vez presta el demonio a algunos seres para hacerlos sus
instrumentos en la
tierra.
Él la amaba; la amaba con ese amor que no conoce freno ni
límites; la
amaba con ese amor en que se busca un goce y sólo se encuentran
martirios;
amor que se asemeja a la felicidad, y que, no obstante, parece
infundir el
cielo para la expiación de una culpa.
Ella era caprichosa, caprichosa: y extravagante como todas
las
mujeres del mundo.
Él, supersticioso, supersticioso y valiente, como todos
los hombres
de su época.
Ella se llamaba María Antúnez.
Él, Pedro Alfonso de Orellana.
Los dos eran toledanos, y los dos vivían en la misma
ciudad que los
vio nacer.
La tradición que refiere esta maravillosa historia,
acaecida hace
muchos años, no dice nada más acerca de los personajes que
fueron sus
héroes.
Yo, en mi calidad de cronista verídico, no añadiré ni una
sola
palabra de mi cosecha para caracterizarlos mejor.
II
Él la encontró un día llorando y le preguntó:
-¿Porqué lloras?
Ella se enjugó los ojos, le miró fijamente, arrojó un
suspiro y
volvió a llorar.
Pedro entonces, acercándose a María, le tomó una mano,
apoyó el codo
en el pretil árabe desde donde la hermosa miraba pasar la
corriente del
río, y tornó a decirle: -¿Por qué lloras?
El Tajo se retorcía gimiendo al pie del mirador entre las
rocas sobre
que se asienta la ciudad imperial. El sol trasponía los montes
vecinos, la
niebla de la tarde flotaba como un velo de gasa azul, y sólo el
monótono
ruido del agua interrumpía el alto silencio.
María exclamó: -No me preguntes por qué lloro, no me lo
preguntes:
pues ni yo sabré contestarte, ni tú comprenderme. Hay deseos
que se ahogan
en nuestra alma de mujer, sin que los revele más que un
suspiro; ideas
locas que cruzan por nuestra imaginación, sin que ose
formularlas el
labio; fenómenos incomprensibles de nuestra naturaleza
misteriosa, que el
hombre no puede ni aún concebir. Te lo ruego, no me preguntes [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

  • zanotowane.pl
  • doc.pisz.pl
  • pdf.pisz.pl
  • angela90.opx.pl
  • Archiwum