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mesa los confites de distintos sabores, spongate, tortas de mazapán y platos desbordantes de tortillas con
pulpa de pollo y magníficas tortas reales: la torta real de carne de faisán, la famosa torta real de pulpa de
pichón, conocida entre los napolitanos como «pizza de boca de dama» y las costradas de mollejas de
ternera, de jamón, los platos de pollo con zumo de limón y las crepes. Eran unas viandas riquísimas y
aromatizadas, espolvoreadas con las especias del Duque, cinamomo, jengibre blanco, clavo y azúcar
blanco.
Los dueños de la casa, con su antigua sabiduría, ofrecieron platos exquisitos, si bien no numerosos,
porque no querían que los jóvenes caballeros y las damas, demasiado saciados, se sintieran entumecidos
durante los bailes o en los sucesivos y previstos juegos de amor. Además, durante toda la noche se
servirían otras comidas y nuevas bebidas para quien lo necesitara.
La noche había sembrado de zonas oscuras el salón comedor, los pabellones y el patio que los
coronaba. Las sombras, que resistían a la sinuosa luz de las antorchas, hacían más audaces los gestos de
los jóvenes y de sus mujeres, también excitadas por los aromatizados vinos. El banquete y las danzas
proseguían en una atmósfera cada vez más irreal y desgarradora.
El hebreo Moisés, sentado en un rinconcito, masticaba algo lentamente mientras seguía con la vista a
sus desgraciados y achispados deudores, a los que su presencia les era del todo indiferente.
En un ángulo apartado, el legado mantuano, Basso Folchini, que tuvo que renunciar a Isa, se dejaba
mimar por dos pequeñas esclavas delgadas y ágiles como dos cabritillas bereberes.
Poco a poco, la atmósfera, al principio tan vivaz, se fue transformando en torpe y silenciosa. Todos los
presentes estaban recostados en los sofás de los pabellones, en grupos pequeños que se movían
lentamente mientras entre las notas de la música se oían jadeos, susurros y suspiros.
El embrujo del gran edificio morisco y la magia de la original mujer que lo habitaba envolvieron a los
jóvenes huéspedes, que esa misma noche intuyeron lo cerca que estaban de las fuentes de la vida.
En realidad, fueron pocos los que se acercaron a las viandas cuando llegó a la mesa el tercer servicio,
durante el cual se ofrecieron potajillos de sardinas frescas, de lecha de lubina, potaje de colas de
langostinos, pastelillos de lucio, buñuelos de anguilas, salchichas de pescado y caldo de sepias. Cesó
también la música y, poco a poco, en el palacio inmerso en la oscuridad se hizo el silencio. Sólo las
fuentes árabes de los patios hacía sentir el gorgoteo de sus sutiles bocas.
En una mañana que se presentaba espléndida y al toque de mediodía, los huéspedes adormecidos
afrontaron con dificultad la luz deslumbrante del sol invernal de Ravello. Muchos se retrasaban, en
especial las damas, y la fatigada columna de los que parecían náufragos, aunque espléndidamente
vestidos, salió del gran arco ojival de acceso y se arrastró silenciosa hacia la catedral.
La solemne función estaba a punto de empezar cuando los primeros jóvenes se tumbaron cansinamente
sobre los bancos. Con lentitud llegaban también otros miembros del grupo. Las damas enmascaraban
mejor el esfuerzo nocturno ayudadas por la tupida capa de blanquete y los toques de carmín en los labios
y pómulos. Los caballeros parecían más pensativos y agotados.
La catedral era espléndida. La despojada claridad de los muros hacía resaltar la rica policromía del
mosaico del suelo y los refinados mármoles de los púlpitos. Mientras desde el coro se extendían por todas
partes las hermosas notas de un canto gregoriano, muchos se preguntaban si la estupenda noche
transcurrida había existido realmente. El color oro claro del sol invadía toda la catedral a través de las
grandes ventanas e iluminaba las nubes de incienso que se elevaban desde el altar, haciendo brillar los
dorados paramentos sagrados de los celebrantes.
Cuando, al fin, con los últimos cantos concluyó la ceremonia, algunos invitados no habían llegado aún
a la iglesia. Quizá habían tenido más dificultades que otros para recuperarse del adormecimiento del vino
y de la larga velada.
Las hojas del portón se abrieron de par en par y, deslumbrados, salieron todos a la plaza calentada por
el sol. Las campanas sonaban a fiesta mientras las estrechas vegas circundantes restituían el repique
repetido varias veces.
Después de la ceremonia en la catedral, un banquete de despedida, a la usanza árabe, esperaba a los
huéspedes en el palacio. Luego volverían a Amalfi y desde allí, con la misma galera, regresarían a
Nápoles. Los dos inquietantes e indescifrables gemelos Rufolo, con su dama, se unirían al grupo, pues
formaban parte de los nobles que debían escoltar a Isabel hasta Milán.
La comida era de un solo servicio, compuesto enteramente de platos y dulces árabes. Se dispusieron en
la mesa codornices a la uva, ensalada de sesos, pichones rellenos, pollo al vinagre y pollo con pistachos.
Luego fue el turno del ragú de cordero a la miel, del hígado de cordero con higos y del cordero confit al
limón, a cuya carne cocida y salteada con especias, ajo, aceite y cebolla se había añadido abundantemente
miel, pasas, albaricoques y almendras picadas antes de dejarlo mijoter al menos durante una hora. Así, la
carne quedaba blanda y tierna, cubierta con su salsa dulce. Se servía en platos hondos con guarnición de
bourghour con mantequilla y arroz. Los platos se alternaban con alcachofas a la naranja, ensalada de
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