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Hacia las dos llamaron, y vi entrar a Prudence.
Intenté adoptar un aire indiferente para preguntarle a qué debía su visita; pero aquel día la señora
Duvernoy no estaba risueña y, en un tono seriamente conmovido, me dijo que desde mi regreso, es decir,
desde hacía unas tres semanas, no había dejado es capar una ocasión de hacer sufrir a Marguerite; que
estaba enferma, y que la escena del día anterior y mi carta de por la mañana la habían postrado en el lecho.
En una palabra, sin hacerme reproches, Marguerite enviaba a pedirme gracia, diciéndome que ya no le
quedaba fuerza fisica ni moral para soportar lo que le hacía.
La señorita Gautier dije a Prudence está en su derecho al despedirme de su casa; pero que insulte
a la mujer que amo, so pretexto de que esa mujer es mi amante, no lo permitiré jamás.
Amigo mío me dijo Prudence , está usted sufriendo la infiuencia de una chica sin corazón ni
entendimiento; es verdad que está usted enamorado de ella, pero ésa no es una razón para andar torturando
a una mujer que no puede defenderse.
Que la señorita Gautier me envíe a su conde de N... y quedará igualada la partida.
Bien sabe usted que no lo hará. Así que, querido Armand, déjela tranquila; si la viera usted, le daría
vergüenza su forma de comportarse con ella. Está pálida, tose, y ya no llegará muy lejos.
Y Prudence me tendió la mano, añadiendo:
Vaya a verla, su visits la hará muy feliz.
No tengo ganas de encontrarme con el señor de N...
El señor de N... no está nunca en su casa. Ella no puede? soportarlo.
El a Marguerite le interesa verme, sabe dónde vivo; que venga. Lo que es yo, no pondré los pies en la
calle de Antin.
¿La recibirá usted bien?
Perfectamente.
Bueno, pues estoy segura de que vendrá.
Que venga.
¿Va a salir hoy?
Estaré en casa toda la noche.
Voy a decírselo.
Prudence se marchó.
Ni siquiera escribí a Olympe que no iría a verla. No me molestaba por aquella chica. Apenas si pasaba
con ella una noche por semana. Creo que se consolaba con un actor de no sé qué teatro del bulevar.
Salí a cenar y regresé casi inmediatamente. Mandé encender fuego en todas partes y dije a Joseph que se
fuera.
No podría darle cuenta de las diversas impresiones que me agitaron durante una hors de espera: pero,
cuando hacia las nueve oí llamar, se resumieron en una emoción cal, que al ir a abrir la. puerta me vi
obligado a apoyarme contra la pared para no caer.
Por suerte la antesala estaba en semipenumbra, y era menos visible la alteración de mis facciones.
Entró Marguerite.
Iba toda vestida de negro y con velo. Apenas si reconoc í su rostro bajo el encaje.
Pasó al salón y se levantó el velo.
Estaba pálida como el mármol.
Aquí estoy, Armand dijo . Deseaba usted verme y he venido.
Y, dejando caer la cabeza entre las manos, se deshizo en lágrimas.
Me acerqué a ella.
¿Qué le pasa? le dije con voz alterada.
Me estrechó la mano sin responderme, pues las lágrimas velaban aún su voz. Pero unos instances
después, habiendo recobrado un poco de calma, me dijo:
Me ha hecho usted mucho daño, Armand, y yo no le he hecho nerds.
¿Nada? repliqué con una amarga sonrisa.
Nada que las circunstancias no me hayan obligado a hacerle.
No sé si en toda su vida habrá experimentado o experimentará usted alguna vez lo que sentía yo en
presencia de Marguerite.
La última vez que vino a mi casa se sentó en el mismo sitio en que acababa de sentarse; sólo que después
de aquella época eila había sido la amante de otro; otros besos distintos de los míos habían tocado sus
labios, hacia los que sin querer tendían los míos, y sin embargo sentía que quería a aquella mujer tanto o
quizá más que nunca la había querido.
No obstante, me resultaba diñcil entablar conversación sobre el asunto que la traía. Marguerite lo
comprendió sin duda, pues prosiguió:
Vengo a molestarlo, Armand, porque tengo que pedirle dos cosas : perdón por lo que dije aver a la
señorita Olympe, y gracia para lo que quizá está dispuesto a hacerme todavía. Voluntaria mente o no, desde
su regreso me ha hecho usted tanto daño, que ahora sería incapaz de soportar la cuarta pane de las
emociones que he soportado hasta ester mañana. Tendrá usted piedad de mí, ¿verdad?, y comprenderá que
para un hombre de corazón hay cosas más nobles que hacer que vengarse de una mujer enferma y triste
como yo. Mire, coja mi mano. Tengo fiebre, me he levantado de la tamer para venir a pedirle no su
amistad, sino su indiferencia.
En efecto, cogí la mano de Marguerite. Estaba ardiendo, y la pobre mujer se estremecía bajo su abrigo de
terciopelo.
Arrastré al lado del fuego el sillón en que estaba sentada.
¿Cree que yo no sufrí repuse la noche en que, después de haberla esperado en el campo, vine a
buscarla a París, donde no encontré más que aquella carts que estuvo a punto de volverme loco? ¡Cómo
pudo engañarme, Marguerite, a mí que tanto la quería!
No hablemos de eso, Armand; no he venido a hablar de ello. He querido verlo no como enemigo, eso
es todo, y he querido estrecharle la mano una vez más. Tiene usted una amante joven, bonita, y según dicen
la ama: sea feliz con ella y olvídeme.
¿Y usted? Sin duda es usted feliz
¿Tengo cara de mujer feliz, Armand? No se burle de mi dolor, usted que sabe mejor que nadie cuál es
su causa y su alcance.
Sólo de usted dependía no ser nunca desgraciada, si es que lo es como dice.
No, amigo mío, no; las circunstancias han sido más fuertes que mi voluntad. No he obedecido a mis
instintos de chica de la calle, como usted parece decir, sino a una necesidad seria y a razones que usted
sabrá algún día y que entonces harán que me perdone.
¿Por qué no me dice hoy qué razones son ésas?
Porque no restablecerían un acercamiento, imposible entre nosotros, y quizá lo alejarían a usted de
personas de quienes no debe alejarse.
¿Quiénes son esas personas?
No puedo decírselo.
Entonces es que miente.
Marguerite sé levantó y, se dirigió hacia la puerta.
Yo no podía asistir a aquel mudo y expresivo dolor sin conmoverme, al comparar interiormente a aquella
mujer pálida y llorosa con la chica alocada que se había burlado de mí en la Opera Cómica.
No se irá dije, poniéndome delante de la puerta.
¿Por qué?
Porque, a pesar de lo que me has hecho, te sigo queriendo y quiero que te quedes aquí.
Para echarme mañana, ¿no es eso? ¡No, es imposible! Nuestros dos destinos se han separado: no
intentemos unirlos de nuevo. Quizá me despreciaría usted, mientras que ahora sólo puede odiarme.
No, Marguerite grité, sintiendo despertarse todo mi amor y mis deseos al contacto con aquella
mujer . No, lo olvidaré todo y seremos tan felices como nos habíamos prometido serlo.
Marguerite sacudió la cabeza en señal de duda y dijo:
¿No soy su esclava, su perm? Haga conmigo lo que quiera; tómeme, soy suya.
Y, quitándose el abrigo y el sombrero, los arrojó sobre el canapé y empezó a desabrocharse bruscamente
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