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tos son constantes, y hay grandes facilidades para la navegación a vela; pero nosotros ten�amos que recor-
rer cientos de millas para alcanzar los vientos alisios.
Salimos en marzo, y tardamos much�simo en salir del mar de la China y pasar la L�nea.
Llev�bamos un mes de navegación, esperando en la calma ecuatorial el monzón del sudeste, cuando el
capit�n tuvo que mandar acortar la ración de agua. Afortunadamente, en la isla de San Agust�n pudimos
hacer la aguada y seguir adelante.
El piloto aconsejó al capit�n que desembarcara algunos chinos; pod�a volver a ocurrir el mismo conflic-
to con el agua. La traves�a del Pac�fico no sab�amos lo que nos reservaba. Zaldumbide ve�a �nicamente la
manera de desquitarse de sus p�rdidas anteriores, y dijo:
-Si nos molestan los chinos, los echaremos al agua.
Zaldumbide no ten�a ninguna simpat�a por los celestes, y se le hab�a ocurrido que era m�s cómodo, en
caso de necesidad, en vez de echar agua a los chinos, echar los chinos al agua.
Tres semanas despu�s quedamos entre el ecuador y el trópico de Capricornio en una calma chicha.
Est�bamos a unas cincuenta millas de la isla de la Sociedad. Hac�a un calor espantoso; el cielo ard�a
implacable, sin una nube, como una c�pula roja; no se mov�a ni una brizna de viento; las velas, desinfladas,
ca�an a lo largo de los palos; el mar, como un cristal fundido, reverberaba una claridad tan cruel que le deja-
ba a uno como ciego.
En la cubierta, la brea se derret�a; los pies se nos quedaban pegados; hac�a un vaho de calor imposible
de resistir. La piel y la garganta las ten�amos abrasadas. Algunos marineros se desmayaban tendidos por
los rincones; otros se pon�an como locos; el sol mord�a la piel de estos desdichados.
Los chinos se ahogaban en la bodega y comenzaban a pedir agua a grandes voces; se asfixiaban. El
capit�n dijo que no hab�a agua, y nos mandó a nosotros quitar las bombas de mano que sacaban el agua
de los aljibes. Al hacerlo comprendimos que la tripulación estaba alborotada; pudimos retirar las bombas
sin que nos atacaran. Los marineros fueron a ver al capit�n enardecidos, como locos, con los ojos inyec-
tados, fuera de las órbitas. El capit�n repitió varias veces que no hab�a agua, que se contentaran con la
media ración. Dicho esto, se sentó cerca de la ballenera a charlar con el doctor Cornelius.
Al anochecer, los vascos salimos a respirar sobre cubierta aquel aire tórrido. El mar se extend�a incen-
diado, como un metal incandescente. Lo contempl�bamos con una enorme desesperación cuando vino
Arraitz, uno de los nuestros, corriendo a decirnos que el chino Bernardo hab�a abierto la escotilla de la
bodega a los cool�es, y que sal�an todos sublevados. El capit�n y el m�dico estaban hablando, sentados
los dos en sillas de lona al socaire de la ballenera, y no vieron a los marineros y a los chinos que avanza-
ban por el otro lado de la lancha grande.
Les avisamos con un grito; Zaldumbide agarró el rebenque y se lanzó hacia proa repartiendo chicotazos
a derecha e izquierda. Nosotros le seguimos, creyendo que dominar�a el tumulto; pero al llegar �l solo hasta
unas cubas que hab�a delante de la cocina, uno de los marineros le tiró el cuchillo con tal acierto que se lo
clavó en la garganta.
El capit�n cayó en medio de aquella turba; la tripulación entera se echó sobre nosotros como perros, y
gracias a que el piloto ten�a la puerta de la sobrec�mara abierta, pudimos refugiarnos all� y salvarnos.
Quedamos dentro los vascos y el timonel. Al doctor Cornelius lo hab�an atrapado, y seguramente esta-
ban dando cuenta de �l en aquel momento. Trist�n, el de la cicatriz, deb�a haber hecho causa com�n con
los sublevados.
Los marineros y chinos no se preocuparon al principio de nosotros; pusieron las bombas y estuvieron
bebiendo hasta hartarse.
Pasado el primer momento de p�nico, nos aprestamos a defendernos. Como he dicho, la sobrec�mar�
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Las inquietudes de Shanti And�a
P�o Baroja
de la toldilla ten�a una trampa que daba a la c�mara del capit�n; por ella bajamos nosotros y cerramos la [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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