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tituía un panorama de constante interés, tanto para los visitantes
como para los nativos.
Al igual que en los quaz~t de Paris, las fragancias de las especias y
frutas mantenían a raya los olores más nauseabundos del puerto; inclu-
so los aromas provenientes del mercado del pescado eran barridos
por la brisa constante del mar. Todo provocaba fascinación en los cade-
tes, y tanto los templarios como los hospitalarios gozaban del espíri-
tu de camaradería que reinaba entre ellos, modestamente estimula-
do por el delicioso vino tinto provenzal.
Fue durante ese idilio de agitada tranquilidad que los tres cade-
tes tuvieron la oportunidad de volver a ser jóvenes. El exceso de
Violencia y pesada responsabilidad habían empañado temporaria-
mente el goce de la vida para ellos, pero ahora volvían a reafirmar
su espíritu juvenil.
Pierre fue un gran valor en la reconstitución de la moral de sus
compañeros, que en el caso de Simon tanto se había visto afectada
por la herida, así como por el injustificado sentimiento de culpa res-
pecto del destino de Maria.
-Me gusta este lugar. Marsella tiene una atmósfera que supera
la de Paris -comentó Phiippe, pensativamente, mientras tomaba un
sorbo de vino de un vaso de madera de olivo-. Es como la calma
después de la tormenta.
-Es el mercado del pescado, mon gar~on -se sonrió Pierre-.
El hedor que viene de los fruits de mer podridos tiene un efecto sopo-
rífico, como el opio. ¡A mí dadme la pestilencia del vino agrio en el
Quai de Bercy, y el rico aroma de cloaca que viene del Sena, en todo
momento! Eso es lo que yo llamo atmósfera. No hay nada como la
mierda parisina para ponerte en marcha, a primera hora de la mañana.
Los jóvenes templarios y hospitalarios rieron estrepitosamente,
ante la ruda ocurrencia de Pierre, tanto por efecto del sol del medio-
día como por el excelente vino tinto.
Pero, Philippe, su callado compañero, ahora parecía haberse sumi-
do en un ensueño, con la mirada perdida en el mar, como si hubiese
vislumbrado una visión más allá del horizonte.
Simon fue el primero en advertirlo.
-¿Qué te aflige, mon gar? En este preciso instante, estabas a
muchas millas de distancia.
Philippe se sobresaltó, como si despertase de una ensoñación.
-Es sólo un presentimiento que he tenido. Anoche soñé que esta-
ba en Tierra Santa, frente a las puertas de Acre, y nadie me dejaba entrar.
-¡No me digas! -exclamó Pierre, con su alegre voz-. Después
de tres semanas en alta mar, sin tomar un baño caliente, sería un mila-
gro que nos dejaran pasar!
Esa mañana, sin embargo, ni siquiera la efervescencia de Pierre
no bastaba para disipar el mal presentimiento de Phiippe.
-No es saludable -dijo Belami, cuando Simon se lo contó-.
Toda esta pérdida de tiempo, varados en Marsella, le da al muchacho
demasiado que pensar. Philippe es un chico serio, ansioso por llegar
a Tierra Santa. ¡Eso es todo! Llevadle al campo y que se distraiga.
El veterano servidor hizo una pausa, con una mueca en el rostro
moreno.
-Y que no tome vino tinto al mediodía. Tiene un efecto depre-
sivo, a menos que duermas la siesta o dejes que se desahogue en los
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brazos de una buena mujer.
Más que nada, fue la gente de la ciudad la que ayudó a recupe-
rar la moral al joven Phiippe.
Los marselleses eran una colorida mezcla de galos, romanos, vene-
cianos, ibéricos, genoveses y otras gentes navegantes, que se habían
asentado en los afrededores del puerto y en torno al delta del Ródano,
en la Camarga. Simon y los demás salieron a caballo para ver aquella
extraña tierra pantanosa que, a través de los siglos, había surgido del
barro y las arenas de los múltiples canales del ancho estuario del río.
Los romanos habían impulsado centros importantes en Arlés y
Aix-en-Provence, construyendo hipódromos y anfiteatros para sus
carreras de cuadrigas y competencias de gladiadores, de acuerdo con
el capricho de las clases dirigentes. Como en todo el Imperio roma-
no, esto lo realizaron los esclavos y, al caer Roma, muchos de esos sier-
vos liberados se establecieron en la región. Los anfiteatros actualmente
se utilizaban como almacenes o mercados, y los hipódromos se con-
vertían en magníficos establos para el tráfico extensivo de caballos sal-
vajes que merodeaban libremente por la Camarga.
Durante esas excursiones, Simon y sus amigos también conocie-
ron la estructura de la orden militar rival.
-Los rangos son muy parecidos -les explicó Marc Lamotte, un
eficiente servidor hospitalario, pelirrojo, tres años mayor que Simon-.
También tenemos un gran maestro, que pasa la mayor parte del tiem-
PO luchando contra los sarracenos y otros paganos, cuando debería
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