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Me levanté.
-Me voy. Puedes muy bien volver sola. No te capturaré.
Ella extendió su mano ciegamente.
-Oh, ¡Pero si me has capturado ya! No puedes irte ahora. Somos pareja.
Me estremecí ante la idea.
-Yo no te he capturado, Griselda. ¡No somos pareja! ¡Me voy, ya te lo he
dicho!
-No puedes. Seria demasiado deshonroso. Es... es una ruptura de
compromiso. Perseguirme tanto tiempo y luego devolverme sencillamente,
como un pedernal gastado. No puedo volver a casa ahora. Preferiría morir.
Si... si me dejas, moriré. Tú me has capturado y debes conservarme a tu
lado.
-¡Cuernos! -dije, pero sentía algo extraño e inquietante en mi interior-.
Me voy y no volveré. Adiós.
Esperé a que ella dijese algo... que admitiese que no había sido
capturada y que volvería a casa. Pero se limitó a gimotear.
Me alejé furioso y penetré en el bosque. Dejándome olvidado el bastón.
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Caía ya la noche, pero yo estaba demasiado alterado para darme cuenta.
¡Griselda! Había demostrado ser una mala pécora, falsa, desvergonzada...
sí, cruel. Malévola e irracional. El descaro de su última pretensión me
dejaba atónito. ¿Capturada? Y luego aquellas lágrimas para intentar
obtener la compasión que no había logrado con sus palabras de leona en
celo. Triste, realmente. ¿Como podía pensar en aquella mujer para madre
de mis hijos?
Tenía que admitir, sin duda. que era rápida corriendo. Me había superado
a mí, un macho... aunque, claro está, se habla tomado todo el tiempo una
ventaja injusta. De todas modos, difícilmente puedo quejarme de ello.
Huir era huir: Tener que hacerlo de vez en cuando, era un arte en sí
mismo y Griselda había demostrado ser una auténtica especialista. No
había duda de que si era capaz de enseñar aquello a sus hijos estos
serían maestros en capacidad de supervivencia.
Había también algo razonable en lo que decía de no poder volver a casa.
Su padre parecía todo lo celoso que podía ser un padre de horda. No le
placería gran cosa aquel callejeo a través de Kenia, Tanganika y
probablemente Nlasalandia con un joven cavernícola persiguiéndola
apasionadamente. Por supuesto, no se moriría si no regresaba. Podía
correr entre un rebaño de jirafas si era necesario. Tarde o temprano
tropezaría con algún hombre-mono y sería convenientemente capturada.
¿Deseaba yo tal cosa? Pense que, después de todo, había corrido mucho
tras ella. Era una lástima, en parte, abandonar la presa. Por muy mal que
ella me hubiese tratado, además, era evidente que tenía muy buena opinión
de mí. No podía dudar de la sinceridad de su confesada admiración. Yo era
algo completamente nuevo para ella. Y en descargo de su conducta debía
considerar el medio tan poco propicio en que había crecido. ¿Qué
posibilidades había tenido ella en aquellos míseros nidos a la orilla del
lago de descubrir las costumbres y hábitos de la vida de horda decente?
En nuestra cueva podía progresar. Además, se quedaría deslumbrada cuando
descubriese que yo era capaz de controlar el fuego; toda nuestra familia
le parecería muy por encima de ella. Esto la apabullaría bastante.
Tendría que pegarle, duro y a menudo, pero si actuaba con firmeza desde
el principio... si entonces mismo daba la vuelta y le atizaba la mayor
paliza de su vida...
No, ella era imposible. Y además, volver sería una rendición; sería
admitir que estaba equivocado, que la había capturado, que éramos pareja,
¡que había ganado ella! ¡No y mil veces no! Por supuesto, era una chica
muy bonita. La horda tendría que admitirlo. Padre se quedaría asombrado.
El me había quitado a Ellie, y ahora yo le quitaría a Griselda.
Precisamente el tipo de chica con ideas que a él le gustaba, además. ¡Ya
le daría yo a él exogamia!
Me detuve. Era ya completamente de noche y aún no había salido la luna.
Inmerso en mis propios pensamientos no había advertido el creciente
estruendo del trafico selvático. Su cacofonía lo invadía todo ya. Las
ranas croaban incansables, gritándose unas a otras en las charcas; las
moscas silbaban en el aire; los chillidos de los coIIejos eran
contestados por los de los búhos; cocodrilos e hipopótamos gruñían;
tosían los leopardos entre la maleza; reían las hienas y chillaban los
monos. En los claros, los leones se lanzaban sobre la caza, y estremecía
la tierra el estruendo de veinte mil pezuñas. Cerca de allí bramaban los
elefantes mientras se desplomaban los árboles con un estruendo de raíces
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rotas y con los diversos gritos y chillidos de la rica fauna que habita
su follaje. Todos se perseguían, decididos a demostrarse la especie
dominante; y comprendí de pronto dos cosas: primero, que alguien me
seguía; y segundo, que me había olvidado el bastón.
Me volví y eché a correr. Ni Griselda me hubiese dejado atrás. Me lancé a
través de la selva, esquivando ramas, saltando arroyos, surcando
audazmente el aire agarrado a las lianas que festoneaban los árboles.
¿Debía refugiarme en lo alto de un árbol o no? Esa era la cuestión. Si mi
perseguidor era un gran felino, estaría a salvo; si era un felino más
pequeño, me seguiría y entonces, en una balanceante rama, a trece metros
del suelo, serían mis dientes y mis manos contra sus dientes y sus
garras. Pero si me quedaba en tierra me alcanzaría de cualquier modo; si
me lanzaba al agua, allí estarían esperándome los cocodrilos. Continué
pues corriendo, sin aliento. Sentía a mi perseguidor cada vez más cerca.
Ante mí se abrió un claro; aquello era, me di cuenta, el final: el lugar
ideal para saltar sobre mi espalda. Pero era demasiado tarde para parar.
El impulso me lanzó hacia el centro del claro iluminado por la luna,
convirtiéndome en un blanco perfecto; oí que el gran felino se detenía,
se encogía y abandonaba el suelo; todo se volvió rojo ante mis ojos
mientras hacía un último y desesperado esfuerzo; y entonces, precisamente
cuando esperaba sentir que una docena de garras se hundía en mi carne y
un peso inmenso y caliente me arrojaba al suelo, se oyó un tremendo ¡Paf!
y luego un pesado cuerpo caer a tierra tras de mí. Fue como si el peso
bajo el cual mis hombros estaban ya inclinándose se esfumase; pero
transcurrieron aún unos cuantos segundos antes de que pudiese detenerme y
mirar por encima del hombro. Cuando lo hice, vi un leopardo espatarrado
en tierra, y a un hombre-mono corriendo hacia él, y enarbolando mi bastón
manchado de sangre. ¡Paf! ¡Crank! El cráneo del leopardo quedó destrozado
antes de que pudiese recobrarse de aquel primer golpe que le había
derribado en mitad de su salto.
-¡Griselda! -balbucí.
-Ernest-exclamó ella-. ¡Querido mío! ¡Sabía que volverías por mi! Pareces
sofocado. Cuánto has debido correr. No importa, no te preocupes, la cena
está servida. Empecemos inmediatamente, ¿de acuerdo?
Debería haberle dado, claro está, la zurra allí mismo, inmediatamente;
pero estaba agotado y hambriento; y además el bastón lo tenía ella.
Decidí, por tanto, posponer el asunto para cuando nos hubiésemos
anticipado a los chacales y hienas que pronto olerían la súbita muerte
del leopardo. Una comida pesada después de tanto ejercicio, sin embargo,
me empujó inexorablemente al sueño, y me derrumbé exhausto a los pies de
una mimosa. Griselda se quedó haciendo guardia con el bastón.
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