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contra mí, deseaba que estuviese allí...; eso fue lo que les dije. Pero ahora pienso de otro
modo... Jamás podré volver a verle.
-Tú no estás en tus cabales, ¿verdad? -gritó Delia.
-No le puedo decir que no fui yo... No puedo, ¡no puedo! -prosiguió la menor de las
muchachas.
Delia se plantó delante de ella.
-Francie Dosson, si vas a decirle que has hecho algo malo más vale que te detengas
antes de empezar. ¿No has oído lo que ha dicho papá?
-La verdad es que no -replicó lánguidamente Francie.
-«No hay que abandonar a los viejos amigos...; no hay nada en el mundo tan
mezquino.» Y bien, ¿acaso no es Gaston Probert un viejo amigo?
-Será muy sencillo... Él me abandonará a mí.
-Entonces será un vulgar canalla.
-En absoluto: me abandonará de la misma manera que me eligió. Jamás me habría
pedido que me casara con él de no haber sido capaz de conseguir que ellos me aceptasen:
para él son las mil maravillas. Si ahora me dejan, él hará exactamente lo mismo. Tendrá
que escoger entre nosotros, y llegados a ese punto jamás me escogerá a mí.
-Jamás escogerá al señor Flack, si es que te refieres a eso; ¡si te vas a identificar tanto
con él...!
-¡Ah, ojalá el señor Flack no hubiera nacido! -y de pronto, Francie se estremeció.
Entonces añadió que estaba enferma; se iba a la cama, y su hermana la llevó a su habita-
ción.
Librodot El Eco Henry James
Aquella tarde, sentado junto a la cama de Francie, el señor Dosson leyó a sus dos hijas,
en el ejemplar de El Eco que había adquirido en el bulevar, el espantoso artículo.
Sorprende el hecho de que a la familia le decepcionase bastante el texto, en el que su
curiosidad halló menos recompensa de la esperada, su resentimiento contra el señor Flack
menos estímulo, su esfuerzo imaginativo para adoptar el punto de vista de los Probert
menos apoyo y su aceptación de que los inocentes comentarios de Francie eran un
incidente natural de la vida cotidiana menos motivos para reconsiderarla. La epístola
desde París resultaba vivaz, «dicharachera», incluso brillante, y en lo que respecta a las
personalizaciones en ella contenidas el señor Dosson quería saber si acaso aquí no
estaban al tanto de los cargos que a diario se presentaban contra los hombres más
importantes de Boston. «Si el artículo dijese algo semejante entonces podrían hablar»,
dijo; y echó otro vistazo a la efusión, con cierta sorpresa al no encontrar en ella ninguna
imputación de malversación de fondos. Para Delia, el efecto de conocer el texto fue el
desánimo, pues no veía exactamente qué había en él que hubiera que desdecir o aclarar.
No obstante, se daba cuenta de que había algunos puntos que ellos tres no entendían, y
sin duda eran éstos los pasajes escandalosos..., los que habían puesto así a los Probert.
Pero ¿por qué se ponían así si otras personas no iban a entender las alusiones -eran
peculiares, pero peculiarmente incomprensibles- más de lo que las entendía ella? La
cuestión se le antojaba a Francie infinitamente menos escabrosa que la versión que daba
madame de Brécourt, y la parte acerca de ella y su retrato parecía dar al asunto aún menos
importancia que la que fácilmente podría haberle dado. Era breve, era una
«chichirinada», y si acaso el señor Waterlow llegaba a ofenderse no sería porque
hubieran publicado demasiado sobre él. Tenía claro, no obstante, que había un montón de
cosas que ella no le había contado al señor Flack, así como muchísimas otras que sí: a lo
mejor éstas eran las cosas que había añadido aquella señora -Florine o Dorine-, la que
había mencionado en casa de madame de Brécourt.
A pesar de todo, aunque en el hotel la noticia de El Eco les causó menos impresión que
la anunciada y aunque iba mucho menos plagada de cosas que explicasen la angustia de
los Probert de lo que cabía haber temido, esto no menguaba el sentido de responsabilidad
de la muchacha ni quitaba una pizca de gravedad al caso. Sólo mostraba lo susceptibles y
esquilimosos que eran los Probert y por consiguiente lo difícil que les era perdonar.
Francie hizo otra reflexión más mientras seguía echada; y es que Delia la hizo guardar
cama durante casi tres días, pensando que en todo caso ésta era, por el momento, una
respuesta eficaz al deseo que había expresado de que abandonasen París. Tal vez ellos
tres se habían vuelto toscos e insensibles, se dijo Francie para sus adentros; tal vez habían
leído tantos artículos como ése que habían perdido la delicadeza, el sentido de ciertas
diferencias y convenciones. Entonces, harto débil, distraída y pasiva como estaba, en la
habitación en penumbra, en la suave cama parisina y con Delia tratándola en todo lo
posible como a una enferma, pensó en las epístolas animadas y parleras que siempre
habían visto en los periódicos y se preguntó si todas ellas significaban una profanación de
cosas sagradas, una convulsión de hogares, un escozor de rostros abofeteados, rupturas de
compromisos de muchachas. Debo añadir que veía una agradable negativa en el hecho de
que su padre y su hermana no adoptasen una perspectiva extenuante ante su
responsabilidad o ante la de sí mismos: ni le mencionaban el asunto como si fuera un
crimen ni la hacían sentirse peor revoloteando a su alrededor en tácita desaprobación.
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