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de roble macizo. Krendler abrió los ojos de par en
par y miró a su alrededor.
Tenía puesta la cinta para el pelo que usaba cuando
corría y un elegante esmoquin funerario, con la
camisa y la corbata cosidas a la chaqueta. Como el
traje estaba abierto por la parte de atrás, al
doctor Lecter no le había costado mucho ponérselo de
forma que ocultara los metros de cinta aislante que
lo sujetaban al sillón.
Puede que los párpados de Starling se movieran un
milímetro y que sus labios se contrajeran
imperceptiblemente, como solía hacer en la galería
de tiro.
A continuación el doctor Lecter cogió un par de
pinzas de plata del bufete y arrancó la cinta que
amordazaba a Krendler.
 Buenas noches otra vez, señor Krendler.
 Buenas noches.
Krendler no parecía el de otras veces. Su servicio
de mesa tenía una pequeña sopera.
 ¿No le gustaría dar las buenas noches a la señorita
Starling?  Hola, Starling -dijo, y pareció animarse-
. Siempre deseé verte comer.
Starling lo consideró a distancia, como hubiera
hecho el viejo y sabio espejo de cuerpo entero.
 Hola, señor Krendler -lo saludó, y volvió la mirada
hacia el doctor Lecter, que seguía atareado con sus
sartenes-. ¿Cómo ha conseguido capturarlo?  El señor
Krendler se dirige a una importante entrevista
relacionada con su futuro en la política -dijo el
doctor Lecter-. Margot Verger lo ha invitado como un
favor hacia mí. Algo así como un toma y daca. El
señor Krendler trotaba hacia la pista para
helicópteros del parque Rock Creek para subir al de
los Verger. Pero en lugar de eso ha decidido dar un
paseíto conmigo. ¿Le gustaría bendecir la mesa antes
de que cenemos, señor Krendler? ¿Señor Krendler? 
¿Bendecir la mesa? Sí, claro -Krendler cerró los
ojos-. Padre, te damos las gracias por los alimentos
que estamos a punto de recibir, y los dedicamos a Tu
servicio. Starling es una chica demasiado mayor para
estar jodiendo con su padre, por más que sea del
sur. Por favor, perdónala por ello y empújala a mi
servicio. En el nombre de Cristo, amén.
Starling observó que el doctor Lecter mantenía los
ojos piadosamente cerrados durante la oración.
 Paul -dijo Starling, que se sentía tranquila y
rápida de reflejos-, tengo que reconocer que el
apóstol Pablo no lo hubiera hecho mejor.
Odiaba a las mujeres tanto como usted.
 Esta vez la has cagado del todo, Starling. Nunca te
readmitirán.
 ¿Era una oferta de trabajo lo que ha colado en la
bendición? Nunca había visto semejante tacto.
 Voy a ir al Congreso -Krendler sonrió
desagradablemente-. Acércate por el cuartel general
de la campaña, tal vez encuentre algo para ti.
Podrías ser chica de oficina. ¿Sabes escribir a
máquina y llevar un archivo?  Por supuesto.
 ¿Y escribir al dictado?  Utilizo un programa de
reconocimiento de voz -replicó Starling, y continuó
en tono más serio-: Si me perdona por hablar de
negocios en la mesa, no es usted lo bastante rápido
para colarse en el Congreso. Jugar sucio no basta
para compensar una inteligencia de segunda. Duraría
más como chico de los recados de un mafioso.
 No nos espere, señor Krendler -le urgió el doctor
Lecter-. Vaya probando el caldo antes de que se
enfríe -y levantó el  potager , de cuya tapa
sobresalía un pajita, hacia los labios de Krendler.
 Esta sopa no está buena -se quejó Krendler poniendo
cara de asco.
 En realidad tiene más de infusión de perejil y
tomillo que de otra cosa -le explicó el doctor-, y
es más para nosotros que para usted. Sorba un poco
más y déjelo circular.
Starling parecía sopesar algo remedando con las
manos platillos de la Justicia.
 ¿Sabe, señor Krendler? Cada vez que usted me miraba
de soslayo, tenía la incómoda sensación de que había
hecho algo para merecerlo -movió las palmas hacia
arriba y abajo muy seria, como si estuviera haciendo
pasar un Muelle Mágico de una a otra-. Y no lo
merecía. Cada vez que escribía algo negativo en mi
expediente, conseguía hacerme daño y que me sintiera
culpable. Dudaba de mí misma un momento, e intentaba
aliviarme ese picor insidioso que no dejaba de
decirme:  Papá sabe lo que te conviene .
>Pero usted no sabe lo que me conviene, señor
Krendler. De hecho, no sabe nada de nada -Starling
bebió un sorbo del excelente borgoña blanco, y se
volvió hacia el doctor Lecter-: Me encanta este
vino. Pero creo que deberíamos sacarlo de la
cubitera -y se volvió, como una anfitriona atenta,
hacia el invitado-. Siempre será usted un... patán,
y carente de atractivo -dijo en un tono benévolo-. Y
ya hemos hablado bastante de usted en esta mesa tan
agradable. Ya que es invitado del doctor Lecter,
espero que disfrute de la cena.
 Pero ¿quién eres tú? -dijo Krendler-. Tú no eres
Starling.
Tienes la misma mancha en la cara, pero no eres
Starling.
El doctor Lecter echó cebollinos a la mantequilla
caliente y dorada y en el instante en que el aroma
empezó a flotar en el aire añadió las alcaparras
desmenuzadas. Sacó la sartén del fuego y puso en su
lugar la sartén para salteados. Cogió un gran cuenco
de cristal con agua helada y una bandeja de plata y
los dejó al lado de Krendler.
 Tenía planes para esa boquita tan grande -dijo
Krendler-, pero ya no te contrataré en la vida.
¿Quién crees que te dará trabajo ahora?  No espero
que cambie completamente de actitud, como hizo el
otro Pablo, señor Krendler -dijo el doctor Lecter-.
No lo veo en el camino de Damasco, ni siquiera en el
camino hacia el helicóptero de los Verger.
El doctor Lecter le quitó la cinta del pelo como
hubiera retirado la etiqueta de una lata de caviar.
 Todo lo que le pedimos es que mantenga la menta
abierta.
Con cuidado, empleando ambas manos, el doctor Lecter
levantó la tapa de los sesos de Krendler, la dejó
sobre la bandeja y trasladó ésta al bufete.
Apenas cayó una gota de sangre de la limpia
incisión, pues previamente el doctor había soldado
los vasos principales y sellado escrupulosamente los
otros utilizando anestesia local. Había aserrado el
cráneo en la cocina media hora antes de la cena.
El método que había utilizado para retirar la parte
superior del cráneo de Krendler era tan antiguo como
la medicina egipcia, claro que el doctor Lecter
disponía de una sierra para autopsias con una hoja
especial para el cráneo, una llave craneal y mejores
medios anestésicos. El cerebro propiamente dicho no
había sufrido.
La cúpula gris y rosa del cerebro de Krendler
sobresalía del cráneo truncado.
De pie al lado de Krendler con un instrumento que
parecía una cuchara para amígdalas, el doctor Lecter
cortó una tras otra cuatro rebanadas del lóbulo
prefrontal. Los ojos de Krendler miraban hacia
arriba como si estuviera siguiendo la operación. El
doctor Lecter introdujo las rebanadas en el cuenco
de agua helada, acidulada con zumo de limón, para
que adquiriera solidez.
  Qué bonito, mecerse en una estrella -cantó
Krendler de repente-, y llenar con luz de luna una
botella .
En la cocina clásica, los sesos se empapan, se
aplastan y se dejan a la intemperie durante la noche
para que se endurezcan. Cuando uno ha de vérselas
con el producto fresco, el reto es conseguir que la
materia no se desintegre y se convierta en un puñado
de grumosa gelatina.
Con una destreza apabullante, el doctor colocó las
rebanadas endurecidas en un plato, las rebozó
levemente con harina sazonada y luego las empapó con
migajas de  brioche tierno.
Ralló una trufa negra sobre la salsa de la sartén y
dio el toque final con un chorrito de zumo de limón.
Sin perder tiempo, pasó las rodajas por la sartén lo
justo para que se doraran por ambos lados.
 ¡Huele que resucita! -soltó Krendler.
El doctor Lecter las depositó sobre sendas rodajas
de pan tostado en los platos recién sacados de los
calentadores, las bañó con la salsa y espolvoreó
trocitos de trufa. Las decoró con perejil y [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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