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Keen lo leyó lentamente.
 Bien, ¿quién es Callahan?
 Hoy hace una semana entregó un pequeño documento conocido como informe pelícano al FBI, aquí en la
capital. Evidentemente, el informe implica a un oscuro personaje en los asesinatos. El informe pasó de mano en
mano, luego acabó en la Casa Blanca y de allí nadie sabe dónde. Al cabo de dos días, Callahan arrancó su
Porsche por última vez. Darby Shaw asegura ser la mujer sin identificar que se menciona en el artículo. Estaba
con Callahan y se suponía que debía morir con él.
 ¿Por qué se suponía que debía morir?
 Ella fue quien escribió el informe, Smith. O, por lo menos, eso afirma.
Keen se acomodó en su sillón y colocó los pies sobre la mesa, mientras observaba la fotografía de Callaban.
 ¿Dónde está el informe?
 No lo sé.
 ¿Qué contiene?
 Tampoco lo sé.
 Entonces no tenemos nada, ¿no es cierto?
 Todavía no. ¿Pero y si me cuenta todo el contenido del informe?
 ¿Cuándo lo hará?
 Creo que pronto. Muy pronto  titubeó Grantham. Keen movió la cabeza y arrojó el periódico sobre la
mesa.
 Si tuviéramos el informe, Gray, tendríamos un artículo extraordinario, pero no podríamos publicarlo. Será
preciso verificarlo escrupulosamente y con toda suerte de detalles antes de poder hacerlo.
 ¿Pero cuento con luz verde?
 Sí, a condición de que me mantenga permanentemente informado. No escriba una palabra sin hablar
conmigo. Grantham sonrió y abrió la puerta.
Éste no era un trabajo de cuarenta dólares por hora. Ni siquiera de treinta, ni de veinte. Croft sabía que
tendría suerte de sacarle quince a Grantham, por esa menudencia que era como buscar una aguja en un pajar. Si
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hubiera tenido otro trabajo, le habría dicho a Grantham que se buscara a otro, o todavía mejor, que lo hiciera él
mismo.
Pero andaba escaso de trabajo y no estaba en condiciones de rechazar quince dólares por hora. Acabó de
fumarse un porro en el último retrete, tiró de la cadena y abrió la puerta. Se colocó las gafas oscuras sobre las
orejas y salió al vestíbulo que conducía a la plataforma, desde donde cuatro escaleras automáticas transportaban
un millar de abogados a sus pequeños despachos, en los que pasarían el día discutiendo y amenazando a tanto la
hora. Había grabado el rostro de García en su mente. Veía incluso en sueños la cara despierta y atractiva de aquel
muchacho, así como su esbelto cuerpo con su costoso traje. Le reconocería si le veía.
Estaba junto a una columna, con un periódico en las manos, procurando observar a todo el mundo tras sus
gafas oscuras. Estaba todo lleno de abogados, que subían apresuradamente con sus afectados rostros y afectados
maletines. Cuánto odiaba a los abogados. ¿Por qué vestían todos del mismo modo? Traje oscuro. Zapatos
oscuros. Mirada lúgubre. De vez en cuando algún inconformista con una atrevida pajarita. ¿De dónde salían
todos? Poco después de su detención por posesión de drogas, sus abogados habían sido un grupo de enojados
chillones, contratados por el Post. Luego contrató a su propio abogado, un cretino que cobraba honorarios
abusivos y era incapaz de encontrar la sala de la audiencia. El fiscal, evidentemente, también era abogado.
Abogados, abogados.
Dos horas por la mañana, dos horas al mediodía, dos horas por la tarde, y luego Grantham le encargó vigilar
otro edificio. Noventa dólares diarios era barato y lo dejaría cuando encontrara algo mejor. Le dijo a Grantham
que aquello era perder el tiempo, andar a tientas en la oscuridad. Grantham estaba de acuerdo, pero insistió en
que persistiera. Era lo único que podían hacer. Dijo que García estaba asustado y no volvería a llamar. Tenían
que encontrarle.
Llevaba dos fotografías en el bolsillo, por si acaso, y después de consultar la guía telefónica, había
confeccionado una lista de todos los bufetes del edificio. Era una larga lista. El edificio tenía doce plantas,
predominantemente llenas de despachos ocupados por letrados. Estaba en una madriguera de víboras.
A las nueve y media había acabado la aglomeración y algunos rostros familiares descendían por las [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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